«¿Quién es el justo cuando todos son bárbaros?»
«Ertys de Vadea no era propiamente un miembro del grupo.
Había abierto la puerta del monasterio. Y muchas otras, anteriormente. En su pueblo natal nadie le conocía un oficio, y siendo un muchacho con frecuencia aparecía implicado en robos y altercados. Su amor por lo ajeno solo se veía superado por su atracción por el riesgo y por demostrarse a sí mismo que siempre era capaz de mejorar su técnica y sus habilidades. La satisfacción que le invadía cuando lograba un buen botín inadvertidamente y sin despertar sospecha alguna, al poco era superada por la necesidad de más: una dificultad mayor, un botín mejor. En definitiva, en él se conjugaban el impulso de robar y el arte de hacerlo.
Ese afán insaciable y el convencimiento de que tanto tentar a la suerte supondría acabar en manos de la autoridad local, le empujaron a adoptar la itinerancia y el sigilo como forma de vivir. A sí mismo se veía, con orgullo, como el mejor ladrón que pudiera haber.
O casi el mejor.
Otro ladrón, al que había intentado robar, le había dejado como recuerdo imperecedero aquella fea cicatriz que se dibujaba ostentosamente desde su oreja derecha hasta la comisura de los labios. Aquella cuchillada no le mató de milagro, pero le desfiguró la cara y transformó su carácter, volviéndolo agrio y rencoroso. Ertys juró vengarse y acabar con su vida.
La cuestión era cómo encontrar a su agresor. Sin pista alguna sobre su paradero, y deduciendo que sería un personaje tan errante como él mismo, tendría que buscarlo por todo el continente. Por ello, aunque se había unido a aquellos cinco locos que buscaban el Descanso, ya les anunció que su interés no era tanto encontrar pistas de un dios olvidado como del ladrón objeto de su odio. Iban a andar mucho antes de encontrar a Domork, y algún día tropezaría de nuevo con su enemigo.
Sabía que en el grupo no despertaba confianza y mucho menos simpatías. Pero, sin duda, sus habilidades eran interesantes; el día que Ertys se acercó a ellos, le entregó a Ansp la bolsa de monedas que el guerrero ni se había percatado que le había sustraído. «He oído que vais en busca de una leyenda olvidada y sacrílega —le dijo—; os irá bien contar con un “conseguidor” de cosas». Nadie rehusó el ofrecimiento. Desde entonces, iba con ellos.
Pero no era uno de ellos.»