«Seré fuerte. Tan fuerte como se espera de mí, como se supone que tengo que ser.»
Síndir notó por el rabillo del ojo la mirada que le dirigía Quelbos. Prefirió ignorarla, hacer como que no se daba cuenta. No deseaba la compasión de nadie: cada uno tiene su propio historial de dramas, frustraciones y temores, se decía, y con ellos ha de tratar. Si había compartido su tragedia personal con sus compañeros era en parte para sacársela de dentro, en parte para dejarles entrever que, en adelante, en ciertas ocasiones, querría que entendiesen su silencio, o su tristeza, o su deseo de permanecer algo apartada. Nada más.
Síndir deseaba dejar todo atrás —y tal vez el Descanso le daría la paz—. Intentaba olvidar, encerrar el dolor en el rincón más recóndito de su corazón.
En vano; las amargas imágenes se resistían a ser borradas. Intentaba no odiar al asesino de su familia, huido sin dejar rastro. Pero por más que se repetía que tras aquella barbarie solo podía haber una mente trastornada, la cruda realidad no atendía a consideraciones racionales: le había desposeído de su familia. Le había dejado sola.
Papá, Mamá… ¡Cómo los echaba de menos! Cuántas cosas querría haberles dicho. Ante todo, que los quería. Mucho. Que eran los mejores padres, las mejores personas que nadie podría tener a su lado. Que alguna vez se enfadaba con ellos, por cualquier tontería, y en ese enfado buscaba una palabra que hiriera, llevada por el arrebato, pero que eso no significaba nada en comparación con lo mucho que los quería y…
Y Leida, su queridísima hermanita, a quien ella misma había enseñado a andar, a leer y a escribir; que con quince años le había hecho ese collar de piedrecitas de colores, recogidas en el arroyo y labradas pacientemente con sus manos adolescentes, el mismo que Síndir llevaba alrededor del cuello, el único recuerdo que le quedaba de ella; su preciosa hermana, guapa como ninguna otra chica, que poco después le confesaba, ruborizada y entre risas, que había conocido a un chico formidable, y que estaba feliz, totalmente enamorada de él… Si pudiera volver atrás, le advertiría sobre ese chico. La pondría en guardia. Y le diría lo maravillosa que era, lo divertida y lista que era, y lo mucho que la quería… como a Papá, y a Mamá y…
Y ahora ya era imposible. Nada de eso podía decirles. Aquel maldito día, de la noche a la mañana, habían desaparecido aquellas caras, afectos, complicidades, momentos…
Síndir, bajo el sol del desierto de Montox, sintió su corazón encogerse. Pero solo unos segundos. ¿Acabar siendo conocida por sus compañeros como «Síndir la sentimental»? No, ni hablar. De ninguna manera. Aquel canalla le había desposeído de su familia y de su pasado. No le arrebataría su presente ni su futuro. Y ese futuro sería la magia. Lo sentía. Tardaría lo que fuera necesario.
Ahora mismo, a sus veintipocos, únicamente estaba iniciada en las fórmulas más comunes de los libros de magia y, básicamente, capacitada para poco más que entender los enigmas y encantamientos que pudiesen hallar en su viaje. Pero si, en última instancia, encontrar a Domork no resultaba sencillo, esperaba adquirir durante la búsqueda capacidades y conocimientos con los que empezar a limpiar el mundo de seres como aquel innombrable, crueles y despiadados, que causaban el mal a su antojo sin nunca recibir su merecido.
Sí. Su destino estaba en sus manos.